210422_21 Cuaderno de notas. Una de libros.

Busto de Alejandro Magno.

Cuando Alejandro Magno (356 a.C.-323 a.C.) derrotó a Darío III, rey de los persas, al entrar en el salón de su trono encontró oro, plata, joyas, alabastro, un mobiliario de ensueño y alfombras de gran valor. Él, formado en las armas pero educado por Aristóteles, al ver tanta riqueza concentrada simplemente comentó «En esto consistía, según parece, reinar«.

Y fue en ese momento cuando le trajeron un lujoso cofre, vacío, considerado el objeto más valioso de cuantos allí encontraron. Preguntó a los generales presentes, entre los que se encontraba Ptolomeo, qué consideraban ellos era lo más importante para guardar en ese cofre. Unos dijeron el oro, otros las joyas, algunos los dineros… Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que guardaran en él su ejemplar de La Ilíada, del que nunca se separaba.

A su muerte, Alejandro dejó dos herederos frágiles: un hermano suyo que la historia califica de «medio idiota» y, otro, un hijo aún en el vientre de Roxana, una de sus tres esposas.

Como en tantas ocasiones de la historia a la hora de las sucesiones, corrió la sangre y, tras guerrear salvajemente, el imperio se lo repartieron tres de sus generales: Asia para Seleuco; Macedonia para Antígono; y Egipto para Ptolomeo. 

Cuando Ptolomeo llegó por primera vez a Egipto tenía cuarenta años. No conocía su lengua, ni el sentido religioso y ritual de las pirámides, ni el enorme poder que ejercían los sacerdotes, ni el significado de los jeroglíficos, ni los tempos del fangoso delta del Nilo… Desbordado ante el desafío de la antigüedad egipcia, trasladó la capital a Alejandría -un lugar sin pasado que Alejandro Magno fundara años atrás- y, para contrarrestar la cultura egipcia, se propuso convertirla en el centro del pensamiento y la sabiduría mediterránea. Era una idea que muchas veces le había repetido Alejandro.

Fue así como él y sus descendientes destinaron grandes riquezas a levantar el Museo y la Biblioteca de Alejandría. En todo el período ptolemaico -que se prolongó hasta la muerte de Cleopatra, ya en el año 30 a.C.- enviaron emisarios a todas las partes del mundo conocido, con la bolsa llena y la encomienda de acarrear el mayor número de libros y manuscritos posibles. Así consiguieron llenar las estanterías de la Biblioteca de Alejandría, reuniendo en ella el saber de la Antigüedad y convirtiendo la ciudad en la capital del conocimiento.

Dibujo de los edificios que formaban parte de la Biblioteca de Alejandría.

Pero el hombre es capaz de crear esta grandiosidad y luego destruirla. Al término de la dinastía ptolemaica, durante la llamada Guerra de Alejandría, el emperador romano Cayo Julio César, para impedir que los egipcios comandados por Aquilas se apoderaran de sus naves atracadas en el puerto, las quemó y, de paso, también la Biblioteca de Alejandría.

Pintura de la Batalla de Alejandría.

Hay historiadores que mantienen que la Biblioteca no fue completamente arrasada, pero a partir de entonces empezó a perder el liderazgo cultural y se fue deteriorando poco a poco. Hay quien mantiene que perduró hasta la conquista de Alejandría por parte de los musulmanes en el año 641. Según cuentan, el general que conquisto la ciudad pidió al califa Omar una autorización para el uso de los libros incautados. El califa respondió con la célebre sentencia: “si el contenido está de acuerdo con la doctrina del Corán, son inútiles; y si tienen algo en contra, deben destruirse”. Y así se acabaron de quemar los libros y documentos que quedaban y se destruyó la Biblioteca.

Pero, salvando los recursos propios de cada época, la Biblioteca de Alejandría fue el mayor esfuerzo que jamás se hizo por concentrar el saber que portan los libros. Ahora, con otros medios e intenciones menos culturales, lo intenta internet.

Recreación del interior de la Biblioteca de Alejandría.

A estas alturas y a pesar de todo, el libro ha superado la prueba del tiempo. Es un corredor de fondo. La humanidad sufre y supera catástrofes, revoluciones y tras ellas, el libro sigue estando ahí. Como dice Umberto Eco, «pertenece a la categoría de la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras«.  

En los últimas semanas he leído El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Te lo recomiendo. Es la historia de los esfuerzos y penalidades que pasaron los cazadores de libros que recorrieron todos los lugares conocidos en su tiempo, para llenar las estanterías de la Biblioteca de Alejandría. 

Hoy, víspera del día del libro, te dejo un poema cantado. De amor. Serrat.