Sabor a rebaná

  Con la llegada del otoño, los fríos y días de agua, siempre recuerdo la chimenea en la que mi abuela María Josefa me hacía aquellas incomparables rebanás, unas veces untadas con miel y otras rociadas de azúcar. Sabores que no se olvidan.

  A un lado de la chimenea, una alacena para aprovechar el hueco de la escalera al doblado; al otro, el telar, aquel artilugio de madera y enjambre de ordenados hilos con el que mi añorada cocinera tejía paños, cojines, mantas, cubrepies, alfombras… Créanme, hacía obras de arte.

abuela-2  Sentado sobre la tabla trasera de aquel telar pasé muchas horas de mi infancia, embebido en el paso de la canilla de un lado a otro, el movimiento del pedal para cruzar los hilos y los cuentos, coplas y romances que, mientras tejía, me contaba y cantaba mi abuela.

  La carencia de recursos, la austeridad y la dificultad para criar cinco hijos, nunca fueron capaces de imponerse a su coraje, sonrisa, bondad y cariño. No importaba si tenía que mover la pesada y tortuosa piedra del molino harinero escondido en el corral y en el que trabajaba a maquila, o entregarse horas y horas al telar, o hacer faenas del campo o, como hacía en su juventud, tocar el acordeón en los bailes de los sábados por la noche. Genio y figura envuelta en cara amable y tenue sonrisa.

  Yo fui un niño con mucha suerte: jamás me faltó cariño, ternura y respeto. De toda mi familia, pero especialmente de ella. Una de las coplillas que me cantaba era la que en Encinasola conocemos como La mora cautiva, versión marocha del popular Romance de Don Bueso. Por eso, cada vez que escucho

Al pasar por los torneos,

pasé por la morería

y vi una mora lavando,

lavando en la fuente fría…

no puedo evitar emocionarme. Me pierdo en el recuerdo de su transparente voz y su tierna mirada, mientras aflora el sabor de aquellas rebanadas, de sus prestines y el calor de sus besos.