El origen de la devoción a la Virgen de Flores, es incierto. Quizá esté ligado a los repobladores que llegaron del Reino de León a finales del siglo XIII o principios del XIV, o puede que surgiera para dar cobijo a las necesidades religiosas de los pastores de la Mesta, que llegaban con sus rebaños hasta allí, a los alrededores de los bellos parajes de su ermita.
Por la localización de su ermita, la segunda hipótesis es bastante probable. Quizá por eso durante los primeros siglos la Virgen permanecía allí, sin venir al pueblo.
La ermita, tal como ahora la conocemos, es el resultado de la evolución lógica de cualquier edificio religioso en nuestro entorno, tiempo y marco histórico. Primero sería una construcción pequeña y austera; luego, entre los años 1585 y 1614, tomó la estructura base de tres naves; con motivo del patronazgo, ya en 1720, se igualaron las alturas de las naves creando un espacio interior amplio y bello; más tarde, en 1869, las tres naves fueron abovedadas; y en los últimos cincuenta años, tanto el edificio como el recinto, se han consolidado y embellecido con significativas mejoras.
Al final, el edificio actual es la constatación del tesón, firmeza y perseverancia que los marochos han depositado en la Virgen de Flores, el resultado de un esfuerzo colectivo mantenido a lo largo del tiempo. Una evidencia material, visible e incuestionable de la fe del pueblo de Encinasola a su Patrona.
Porque la ermita, no es solo el lugar sagrado que acoge la imagen; es también el sitio de culto de quienes acuden durante el año, donde se custodian las ofrendas y exvotos que atestiguan los favores recibidos, el eje sobre el que de despliegan los rituales en honor a la imagen, donde se concentran los actos que muestran la espiritualidad religiosa… En general, la ermita evidencia la evolución de la exaltación o decadencia de una advocación. Desde antiguo, el santuario era el centro sobre el que se vertebraba la veneración. Por eso se ha cuidado siempre.
En las Reglas de Constitución de la Hermandad de Flores de 1585, el capítulo 3 dice “Que cada año se celebre una fiesta el lunes “cuasimodo”, como es costumbre, acompañando los hermanos a la cruz en procesión hasta la ermita, donde se haga misa y sermón y de allí vuelvan acompañando la cruz, todo con mucha devoción.” Es decir, se iba a la ermita y allí, el «Lunes Cuasimodo», se veneraba a la Virgen y se honraba con festejos.
Hasta entrado el siglo XX, la Virgen de Flores no empezó a venir periódicamente al pueblo, de lustro en lustro, una vez cada cinco años. Luego, desde 1971, todos los años. Antes de estas fechas, rara vez venía. Si lo hacía, era en auxilio de sus gentes que imploraban su amparo ante una sequía, epidemia…
¡Cómo cambian los tiempos! Ahora, resulta llamativo que sea una pandemia la que impide que la Virgen de Flores venga a Encinasola y no podamos festejar su día.
Junto a aspectos tan determinantes en la sociedad actual como el económico y social, se decanta una forma de celebración, sincretismo de fiesta, religiosidad popular y espiritualidad que, frecuentemente, se superpone a la fe. Aunque Ella, desde su ermita, vela permanentemente por todos los marochos.