Las flores no estaban secas, ni decoloradas. Pero las cambiamos. Es el ritual anual de recordatorio, de respeto, de cariño, de amor a nuestros mayores. Ya sabes como es: el reloj interior te llama y, con la naturalidad de las cosas que se hacen desde el corazón, acudes al reencuentro.
A mí, mientras limpio el frío mármol de la lápida, se me endulza el corazón. Quizá sea mi momento íntimo más solemne. Es verdad que no tengo que esperar a Tosantos, me sucede siempre que voy al cementerio. Se me desbordan los sentimientos, aparecen los recuerdos y, con ellos, alguna sonrisa. Solo soy capaz de recordar a los míos con alegría aunque, en algún momento, surja una callada lágrima. La de este año, quizá por lo cercano en el tiempo, condensaba la rabia de que no hayan podido gozar junto a nosotros, el entrañable momento en el que su nieta se desposaba en el altar de la Capilla Real de la Catedral de Sevilla. ¡Con la incondicionalidad que se tenían…!
Cada día que pasa valoro más el cariño que sembraron entre nosotros, sus esfuerzos y sacrificios, su entrega, sus desvelos, su ternura…
De regreso al pueblo, siempre me envuelve una paz interior indescriptible. Creo que ellos, donde estén, también son felices.
Me entristece el abandono, el destierro al que sometemos nuestras tradiciones. Con qué facilidad olvidamos que somos lo que somos, porque antes nuestros mayores fueron como fueron y nos legaron lo que nos legaron. Nuestras raíces.
No me considero persona embarrancada, ni aferrada al pasado. Acepto el progreso y admiro la innovación. Bien entendida, claro. La que hace avanzar a los pueblos sin despreciar su esencia, la que mantiene los vínculos de los miembros de la comunidad, la que enriquece y aumenta su bienestar respetando los sentimientos, ritos y costumbres que vertebran su estabilidad emocional y social. Por eso yo, ni truco, ni trato; yo Tosantos. Con los míos.
Aunque haya gente que piense que no se estila…