Las hojas de los castaños -mil tonalidades amarillo-ocre-, se despegaban de las ramas como suspiros al aire, que el viento mecía envueltas en una leve llovizna. Al fondo, mansos bancos de niebla, como adormecidos, fundían las manchas otoñales de los castaños con el verde profundo de alcornoques y encinas. Olor a campo húmedo. El sonido, el viento meciéndose entre los árboles. Un espectáculo.
Paré el coche y bajé. Antes de terminar de abrir el maletero para coger la cámara fotográfica, como salido de las entrañas de uno de los majestuosos troncones de los castaños, oí detrás: ¡Otro más?
Era un hombre enjuto, menudo, de aspecto áspero y gesto decidido. Le saludé amablemente y, aún a pesar de la distancia, acabamos entablando conversación: mientras recogía su cosecha, andaba al acecho de los coches que se paran a robar castañas. Su pequeña propiedad está junto a la carretera y tiene buen sitio para aparcar. Pensé yo,
No siembres tu viña junto a un camino, que todo el que pasa coge un racimo.
Pero los castaños llevan ahí toda la vida. Y fueron de su padre. Yo era el quinto que paraba. Los otros no querían fotos, sino castañas, y ya conocidas mis intenciones, el hombre, conversación. Y yo, empaparme de olores, colores y aire puro.
– No sé qué le ven ustedes a esto, si es todo igual… Habrá que cobrar por mirar… –dijo luego.
Pensé en lo que puede llegar a amansarnos la Naturaleza cuando tenemos el privilegio de gozar continuamente de cualquiera de sus espectáculos. Y recordé a Machado:
Tuyos son los olmos, míos los ojos.
Precioso, Tomás… Eso de ir por el campo con los ojos abiertos, a veces, se encuentran con sorpresas y se hace realidad «tuyos son los olmos, míos los ojos».
La Naturaleza Pépe, que tiene la peculiaridad de despertar emociones distintas en cada uno.