El calor aprieta. En las horas centrales del día parece que el infierno, en persona, sin intermediarios gubernamentales, se pasara a vernos. Vamos, que se pone sobre una piedra un chuletón, de esos que ahora unos dicen que comerlo es pecaminoso por el efecto invernadero y otros que es lo mejor que se puede engullir, y, en un ratito, mientras te tomas una Cruzcampo glacial, está en su punto, listo para comer.
Ayer estuve en Sevilla. Allí hace más calor que aquí. Pero el calor sevillano no me cae de nuevo. Recuerdo un verano de mi época universitaria que me quedé dando clases particulares. No quiero acordarme. Pero me acuerdo.
Vivía en el cuarto y último piso de un bloque de San Vicente de Paul, en Triana. Sin ascensor ni aire acondicionado, claro, aunque contaba con un viejo y ruidoso ventilador de pie al que cuando dejaba de funcionar daba un golpecito y volvía a su trabajo. Un mal contacto que yo sabía arreglar, pero no tenía tiempo, ni herramientas, ni ganas.
Lo organicé bien. Tenía grupos de tres-cuatro alumnos de enseñanzas medias a los que daba Física, Química, Matemáticas… lo que tuvieran pendiente para septiembre. Ahora, en esos niveles, tampoco hay septiembre. Nuestros gobernantes, los unos -¿y si lo pongo con H?-, los del chuletón, los otros y los que le siguen -acaban de remodelar el Gobierno- no estiman adecuado fomentar el esfuerzo. Pero este es otro tema.
A cada grupo de alumnos daba una hora de clase y las dos siguientes se quedaban haciendo ejercicios y estudiando. Por la mañana trabajaba en otro sitio -otra película-, así que empezaba las clases a partir de las cuatro de la tarde, hasta las nueve y media. Entre hora y hora me dejaba cinco minutos que casi siempre pasaba bajo la ducha. El dueño del piso se quejó del excesivo consumo de agua de esos meses.
Especialmente dura fue la última semana de Julio. Yo sudaba, pero aquellas criaturas merecían el aprobado sin presentarse. Les caían unos goterones de sudor… Un día, uno de ellos venía acompañado de su padre. Traía el ventilador viejo y ruidoso que cuando dejaba de funcionar se recuperaba con un golpecito. El padre me indicó, exactamente, dónde había que dárselo.
Aprobaron todos los muchachos menos uno. Me mantuve en contacto con ellos. El curso siguiente todos aprobaron, no querían repetir las clases particulares. Y yo, tampoco.
Cuando terminaba, me encontraba con Paco «Manojo» -¿qué habrá sido de él? No hay derecho a perder a la gente por el camino sin motivo, ni razón-, un trabajador de la Real Fábrica de Artillería de Sevilla. Normalmente en Casa Diego el de los caracoles. Al principio, nos sentábamos y quedábamos callados. Nos costaba hasta hablar. Había que recuperarse. Luego, tras engullir la primera cerveza… Aquellas, eran unas cervezas con sabor especial.
En fin, que como te decía, ayer estuve en Sevilla. Allí hace calor. Un poquito más que aquí, pero no me cayó de sorpresa. Ahora, aquí, el calor tiene otro ritmo, como un apacible y revoltoso son cubano.