Tras la Reconquista, al tramo de costa entre la desembocadura de la Ría de Huelva y Doñana lo nominaron como Playa de Castilla, por ser la primera salida al Océano Atlántico por el sur de la Península Ibérica de los territorios pertenecientes a la Corona de Castilla.
Alfonso X El Sabio conquistó la zona y se enamoró de ella: su exuberancia vegetal, su abundante caza “en una tierra que dicen de La Rocina”… En sus Partidas, cuenta que en ellas coexistían los jabalíes con osos y otros muchos animales salvajes.
Alfonso XI, en el Libro de la Montería (1345) –primer tratado de caza en el que recopila y ordena las tradiciones cinegéticas que su bisabuelo Alfonso X y su abuelo Sancho IV habían ido anotando– recoge la primera referencia escrita sobre la Ermita de la Rocina, dedicada a la veneración de Santa María de las Rocinas, La Virgen del Rocío.
La Playa de Castilla es espectacular. Está situada en el preparque, en la antesala de Doñana. Por algo será que al Parque Natural de Doñana suelen venir todos los presidentes de gobierno a veranear. Seguramente lo hagan para tener presente a la provincia de Huelva en una ocasión, aunque luego la olviden el resto del año, especialmente a la hora de invertir en sus infraestructuras. No iba por aquí el tema, pero yo solito me lo he puesto a huevo y me ha salido de dentro.
Retomo. La Playa de Castilla es espectacular. Hay quien dice que es un desperdicio mantenerla virgen con las posibilidades turísticas y de desarrollo que podría dar a la comarca. Quizá, pero los especuladores –que no conocen límites– se la cargarían. Son unos veinte kilómetros de ensueño, entre Mazagón y Matalascañas.
Desde la carretera que une estos dos poblaciones costeras, se puede acceder por cuatro puntos: desde el Parador de Mazagón, por Rompeculos, a través del Camping Doñana y por Cuesta Maneli. En todos los casos hay que dejar los coches a considerable distancia de la playa –un aparcamiento vigilado y con plazas limitadas– y a través de una pasarela de tablas llegar andando hasta la playa. Es el precio a pagar -un grato paseo aunque a la vuelta, con la sal en la piel y la arena en los pies, se puede hacer algo pesado- para encontrar un espacio difícilmente igualable en las costas españolas.
Aunque en la desembocadura de cada uno de estos puntos haya más gente, la mayoría prefiere alejarse y disfrutar de la tranquilidad que supone no tener vecinos próximos. En los tiempos que corren ¿imaginas pasear kilómetros de playa sin atropellos, sin encontrarse casi a nadie? Sentir la última caricia de las olas antes de desvanecerse en la arena, la suave brisa marina del atardecer, los matices de los colores del crepúsculo, los reflejos del mar, sentir como el agua va borrando las huellas que en la fina arena dejan tus pasos, el rumor de las olas, observar las dunas fósiles atrapadas por una vegetación admirable…
Aún siendo una amplia playa que permite la distancia social, alguna gente lleva mascarilla; otra, va sin mascarilla. También hay quien solo lleva mascarilla y, en algunos casos, ni eso.
Esta placidez me sugiere música nostálgica. El otro día, mientras paseaba, me sorprendí cantando una habanera. No era de Valverde -un día de estos le dedicaré la entrada- era una de Ricardo Lafuente, Salió de Jamaica. Relájate y dale su tempo.
https://www.youtube.com/watch?v=SZsKo37b338