Alguna vez oí que el invierno no depende del tiempo que hace, que el invierno se lleva dentro. Creo que pasa igual con la primavera. Y yo, aunque no me faltan días en los que el alma necesita abrigo, procuro estar siempre en primavera. Luz, colores, música, alegría, vitalidad. Es una actitud.
Como la de las plantas del jardín y el huerto en estos días. A pesar del sometimiento a tanto martirio medioambiental y climatológico, inexorablemente, se asoman a la vida.
Hoy en el paseo matinal hice recuento. En la punta de las ramas de la higuera se desperezan diminutas hojas y se adivinan las yemas donde -espero que no se malogren- cuajarán las brevas. El damasco abrió ayer sus primeras flores -blancas, pistilos amarillos y base rosada, de extremada hermosura- mientras el membrillero, para no desentonar, competía con él mostrando unos tiernos cogollos de hojas diminutas, allá desde su discreto rincón.
Los ajos ya están listos para el revuelto de gurumelos, las habas traen sus jerretes, las acelgas están esplendorosas, las cebollas primeras casi a punto y ayer, en un atrevimiento que no siempre sale bien, sembré las primeras tomateras.
A pesar de todas las cosas que se ven y se oyen, la vida sigue. La veo en los brotes del peral y del ciruelo; en las diminutas hojas del granado; en el azahar que ya asoma en las ramas de los naranjos; en la gata, que creo que otra vez está preñada.
Relájate, dedícate tres minutos y escucha.