Y tras la infame, miserable, canalla y abyecta enfermedad, llegó el día. El aire se tornó gélido. Heló el corazón e inundó de tinieblas el alma. En un ataque de impotencia y rebeldía, recordé a la carbonerilla quemada:
En la siesta de julio, ascua violenta y ciega, prendió el horno las ropas de la niña. La arena quemaba cual con fiebre; dolían las cigarras; el cielo era igual que de plata calcinada.
Con la tarde, volvió –¡anda, potro!– la madre. El pinar se reía. El cielo era de esmalte violeta. La brisa renovaba la vida…
La niña, rosa y negra, moría en carne viva. Todo le lastimaba. El roce de los besos, el roce de los ojos, el aire alegre y bello:
— «Mare, me jeché arena zobre la quemaúra. Te yamé, te yamé dejde er camino… ¡Nunca ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían, mare, y yo te yamaba, y tú nunca benía!»
Por el camino –¡largo!–, sobre el potrillo rojo, murió la niña. Abiertos, espantados, sus ojos eran como raíces secas de las estrellas.
La brisa jugueteaba, ensombrecida y fresca. Corría el agua por el lado del camino. Ondulaba la yerba. Trotaban los pollinos, oyendo ya los gritos de los niños del pueblo…
Dios estaba bañándose en su azul de luceros.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.
Y mientras los luceros jugaban a esconderse entre las nubes, no hubo milagro. Apareció la confusión, el desasosiego y, luego, la cruel realidad de tu ausencia.
Adiós. Gracias por todo lo que nos diste. Mucho. Muchísimo. Sabes que te recordaré con una sonrisa y, en su inmensa pequeñez, se condensarán los mejores recuerdos y todo mi cariño. Dale un beso a José Luis.
Ahora es tiempo de silencio, de reconciliarse, una vez más, con la vida.