Enfilo el puente romano con andar lento, sintiendo el peso de la historia en cada paso. El discurrir de las aguas del Tormes es apacible y, en una de sus márgernes, la gente joven, sentada en grupos, está desparramada sobre el cesped. Tienen pinta de estudiantes que aprovechan el sol de mayo. Los turistas llevan -llevamos- otro porte.
Entre las miradas al río se escapan algunas al fondo donde sobresale la esbelta y hermosa catedral. Todo el entorno engrandece su figura: la luz, la vegetación, el leve rumor del agua, el color de las piedras, los ilustrados comentarios de mi compañera…
Ya al otro lado del puente me encuentro con el viejo y egoista ciego junto a su astuto y pícaro Lazarillo. No puedo evitar una sonrisa de complicidad con el muchacho y decido retratar el momento.
He tenido la suerte de visitar esta ciudad muchas veces. Me encanta su ambiente. Decía Cervantes en La Tía Fingida: «Advierte hija mía que estás en Salamanca que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias, archivo de las habilidades, tesorera de los buenos ingenios y que de ordinario cursan en ella y habitan diez o doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor».
Yo, siempre que vengo, siento la necesidad de visitar su Plaza Mayor. Además de un deleite, es un encuentro con la historia y orgullo de Valverde del Camino. Fue en 1728 cuando uno de sus hijos, Rodrigo Caballero Yllanes, siendo Corregidor e Intendente General de Castilla, propuso al Ayuntamiento de Salamanca que «Tan gran ciudad, centro de sabiduría, fábrica de eminentísimos hombres; sus ilustrísimos colegios mayores, fundaciones, comunidades religiosas, tan grandes seminarios; tanta grandeza obligaba a la erección de una Plaza Mayor, para ornato de la urbe, para decoro de su comercio e instituciones, para sus visitantes y para el público nativo, con pórticos cubierto”, urgían a su edificación…» Y así se empezó a edificar la Plaza Mayor de Salamanca, de la mano del más ilustre valverdeño.
A la vuelta nos paramos a ver la portada de la catedral donde entre sus espectaculares detalles, se encuentran figuras que atraen la curiosidad del visitante: el demonio comiendo un helado, el astronauta, el conejo… Son huellas de la grandiosa exposición «Las edades del Hombre». Se trata de una adición realizada a la fachada de la catedral en 1992.
De pronto una música ronda mi cabeza y empiezo a cantar: «Triste y sola, sola se queda Fonseca…» Y no puedo evitar imaginar a los tunos del Colegio Mayor Universitario, que el Arzobispo Alonso Fonseca construyera a principios del siglo XVI. Y como si estuviera celebrando el final de curso, sigo cantando…