Los últimos días se la notaba pesada, sin la agilidad y finura que siempre la acompañan. Aquellas garzonías de enero, envueltas de lastimosos maullidos, han dado su fruto y, al filo del parto, su andar denotaba el peso de los gatillos que estaba a punto de parir.
Una mañana dejó de acudir a la llamada de la comida. Sentía la certidumbre de su ausencia y, de cuando en cuando, me asomaba a la puerta y con el ritmo habitual golpeaba la cuchara en el plato, tocando a rancho. No acudió en todo el día.
La mañana siguiente, antes de llamarla, ya estaba en la puerta de la cocina reclamando comida. Melosa y cariñosa -casi chocante, enredándose entre las piernas, sin dejarme andar, como siempre- fuimos hasta su plato, junto al bruñero en flor, y comió con ansias mientras la acariciaba. La delgadez de su vientre lo decía todo y con alguna de sus miradas me transmitía el mensaje con claridad: “ya parí, ahora tengo que comer para alimentarlos; todo va bien”.
Saciada, se refregó de nuevo por mis piernas y corrió hacia los setos, perdiéndose entre ellos.
Han ido pasado los días; comía, se ausentaba de nuevo por el mismo sitio. Poco a poco, se fue dejando ver más, recuperando sus hábitos. Yo sabía dónde tenía a sus crías, pero no quería importunarlas. Es mejor dejar que las cosas discurran por los cauces naturales.
Ayer, por primera vez, los sacó de su refugio y los dejó jugar en el patio. Son dos: uno amarillo, macho; la otra cría de tres colores, hembra. Cuando me vieron salieron escopetados a cobijarse en su guarida. La madre fue tras ellos. Seguro que les transmitió, no sé de qué forma, que no había amenaza, que estaban seguros.
Un rato después unos ojos azules asomaban entre los setos observando y considerando si podía salir o no. Era el macho. Con timidez, fue saliendo. Vigilante, haciéndose con el lugar, atento a cualquier movimiento o sonido.
Aún no tienen nombre. Se lo pondremos la próxima vez que nos reunamos en casa la familia.