Ya vienen los segadores
de segar de tierra baja,
con los bolsillos vacíos
y la tripa llena paja.
De niño, me gustaba sentarme en la pared del corral de mi casa y verles avanzar devorando el trigal. Llegaban una mañana cualquiera, temprano, con la blanda, y empezaban por la parte baja del cercado. La cuadrilla -manigero al frente- la formaban cuatro o cinco hombres todos ataviados con su peculiar equipo de trabajo: dediles y manijas en las manos, manguitos en los brazos, mandil en el pecho y zahones en las piernas, todo de cuero. Y la hoz, claro. Y sombrero. Pasaban calor. Sudaban. Bebían mucha agua. Ellas, sabedoras del calor del infierno, se lamentaban:
Estoy sentada a la sombra
y no paro de sudar;
como estarán mis amores,
que se fueron a segar.
Salvo cuando se sentaban a tomar algo a media mañana, apenas conversaban. El trabajo les podía. No cantaban. La siega no era labor que permitiera respiro: la posición, el trabajo a desarrollar y el calor no daban tregua.
Iban apilando las mies por cargas. Una carga estaba formada por nueve haces; un haz por seis gavillas; una gavilla por seis u ocho manojos, según fuera de trigo o cebada; y un manojo o llave, era la cantidad que el segador abarcaba en su mano. Al atardecer el cercado quedaba segado y las cargas alineadas, con orden. Días después, en cangallas que portaban bestias, las llevaban a la era.
Ya no se siega con hoz. Por estas tierras nuestras, casi ni se siembra. El campo se dedica a pasto para alimentar el ganado. Otros tiempos.
A mi recuerdo se asoman Los segaores de Jarcha. ¡Qué hermosura!.