Tendría yo seis o siete años cuando una tarde de otoño, al punto de anochecer, mi padre llegó a casa con los alforjes al hombro. Venía andando. Por entonces estaba trabajando en El Bravo, una enorme dehesa de Encinasola, y solo podía venir a casa cada tres o cuatro días.
– ¿Y el burro? -le preguntó mi madre.
– Se lo comieron anoche los lobos…
Yo, que comía un trozo de pan con aceite y azúcar, quedé perplejo y la merienda se me cayó al suelo. Un burro entonces era la principal herramienta que podía tener un trabajador del campo. Y costaba un dinero.
El lobo era la alimaña más temida por los pastores. Su principal enemigo. Cuando andaba cerca una manada de lobos, la incertidumbre era permanente. Nunca se sabía cuando atacaría, pero sí que lo haría. Y así fue como, poco a poco, a causa de la permanente amenaza y al amparo por un mal entendido progreso, se exterminaron los lobos en la Sierra de Hueva.
La siguiente fotografía (1950), que incluí en el libro Desde el aguardo, presenta el paseo por las calles de Valverde de un lobo. Entonces matar un lobo era un mérito: se exhibía y se cobraba recompensa.
Y una hermosa coplilla que recordé el otro día y me inspiró estos comentarios:
[200]
EL LOBO POR LA SIERRA
AÚLLA Y LADRA,
QUE SU LOBA HA CAÍDO
POR UNA BALA.
PLOMOS TRAIDORES
QUE CORTAN POR LA ESPALDA
TANTOS AMORES