Siempre tengo varias lecturas abiertas. Ahora, una de ellas, «De animales a dioses» de Yuval Noah Harari, una reflexión antropológica sobre la evolución humana. De cómo hemos llegado hasta aquí. Muy recomendable.
En un apartado mantiene que la selección natural del Homo Sapiens y el paso de cuatro a dos extremidades para apoyarnos, ocasionó la consolidación de nacimientos prematuros, dando lugar a que el parto se produzca cuando muchos de los sistemas vitales están aún subdesarrollados. Ésta, según el autor, es la causa científica por la que los bebés humanos nacen desvalidos y dependientes durante muchos años, necesitando un periodo durante el que hay que facilitarles el sustento, además de protección y educación.
Dice que «los humanos salen del vientre materno como el vidrio fundido del horno: pueden ser retorcidos, estirados y modelados con cierto grado de libertad».
Pueden ser retorcidos, estirados, modelados… ¿Hasta qué edad? ¿En qué momento una persona tiene la madurez suficiente para no dejarse modelar? El listón no es el mismo para todos, depende de muchos factores: capacidades iniciales, familia, religión, condiciones ambientales, sanitarias, sociales, económicas…
La respuesta a estas preguntas son complejas, darían para mucho y, yo, ahora, solo quiero detenerme en las noticias con las que nos acorralan desde hace unos días.
En ocasiones, como viene sucediendo en los últimos tiempos, las poderes legisladores parecen intentar adelantar los procesos de maduración humana mediante leyes, concediendo derechos cada vez a menor edad.
El otro día, oyendo las noticias, recordé una discusión que mantuve con una alumna, mientras hacía una guardia de recreo en la puerta del instituto (los docentes también hacen funciones de vigilancia) a la que le negaba permiso para salir del recinto escolar por ser menor de 18 años.
– Tengo 17 años y medio, estoy en segundo de Bachillerato, puedo decidir tomar la píldora del día después, abortar o no, pero no puedo salir por esa puerta en el recreo? -me preguntaba irritada.
– No, no puedes. Soy funcionario público, me limito a cumplir las normas y mi opinión ahora es irrelevante. Pero si quieres, luego hablamos -le decía yo con una leve sonrisa, intentando descargar la situación y aplicar la actitud de un profesor con muchos años de experiencia que procura aprovechar cualquier ocasión para reflexionar con un alumno. Se marchó indignada, sin faltar al respeto, pero sintiéndose injustamente tratada.
Ahora, a su argumentación -ella, una mujer inteligente y con buenos recursos lingüísticos- hubiera añadido que, con su edad, también podía cambiar de sexo si quisiera. Pero no podía salir del instituto en horario escolar. Una prueba de cómo, con frecuencia, leyes y sentido común se entremezclan y contraponen.
En fin, que siga la fiesta. Música y bailemos.