Suelo comprar en una frutería de barrio. Prefiero el pequeño comercio. Si no llevas prisa, cuanto mayor es la cola para pagar, mejor. Siempre hay gente conocida y en la espera se habla, te enteras de cosas que, por lo general, son bastante más importantes, reales y a veces duras, que las que dicen los telediarios.
Compré manzanas golden, peras conferencia, una melona y la barra de pan. En la cola, hablaban del calor. La señora que iba delante empezó a depositar sobre el mostrador, para que lo pesaran, dos tomates, dos zanahoria -le gustan mucho a mi nieta, dijo-, cinco patatas -¿pesarán más de un kilo, José? pregunto al dependiente-, cuatro manzanas, dos cebollas, dos pimientos y una barra de pan. 8,35 euros, incluida la bolsa.
Sobre el mostrador había dos cajas de hermosas cerezas. A 6 euros el kilo, decía el cartel. Picotas. Gritaban ¡cómeme, cómeme! La señora no dejaba de mirarlas. Se traslucía su deseo de comprarlas. Las miraba y luego dirigía la vista al cerrado puño de su mano derecha del que sobresalía un doblado billete de diez euros.
Hubo un silencio que todos leímos. El ambiente se heló. Final de mes. Quiero y no puedo. Me encantaría… José, el frutero, salió al quite de la mejor forma que podía hacerlo: puso dos puñados de cerezas en una de las bolsas transparentes y, sin pesarlas, las incorporó a la compra de Manolita. Ella, clienta habitual y buena persona, solo acertó a decir «todo el mundo no podemos comprar cerezas.