No he sido, no soy y no creo que sea jamás cazador. Lo más cercano que recuerdo, viajando a mi infancia, es utilizar un tirachinas prestado cuyo único resultado se limitaba a espantar a los pardales de los tejados de la maltrecha, abandonada y semiderruida casa de la escuela de Don Eladio que, rodeada de aquellos jardines que su empeño y el trabajo de tantos niños hicieron florecer, era parte del territorio de mi niñez.
Pero hace unos años, con motivo de su 50 aniversario, la junta directiva de Club Montero Los Galvaos me propuso que investigara su historia y la escribiera. Inicialmente no me interesó el tema. Luego, una vez que analicé sus repercusiones económicas, sociales, gastronómicas y los rituales folclóricos asociados de la caza, empecé a profundizar, a tratar el tema desde un enfoque distinto al del cazador. Así nació Desde el aguardo (2014), uno de mis libros, una aproximación a la evolución y repercusiones de la caza a través del tiempo, que al final se detiene en la historia cinegética de Valverde.
Aprendí mucho. Descubrí un mundo desconocido. En sus orígenes la caza es consustancial al hombre y su prosperidad está ligada al desarrollo de nuevas armas y estrategias para obtener carne, aunque su función fuera cambiando dependiendo de cada época de nuestra civilización. Ahora, la caza es pura diversión. Un deporte, dicen.
Pasé horas hablando con cazadores mayores, todos amantes de la Naturaleza y los animales. No es una contradicción. Me narraron pasajes de aquella caza de supervivencia de antaño, con viejas y precarias armas en la que el animal, si era más astuto que el cazador o este erraba el tiro -solo había una oportunidad, quizá dos- el animal tenía escapatoria. Una partida entre la astucia y el hambre, jugada furtivamente. El cazador también tenía que esconderse de la Guardia Civil.
A la vera El Moralejo
a cazar un día fui yo
y en vez de salí un conejo,
la Guardia Civil salió
y casi pierdo el pellejo.
Siempre hablaban de caza menor -la liebre, el conejo, la perdiz…- y del otro componente del equipo: el perro, fundamental, inseparable, cómplice de mil historias y fuente de cariño. Para lanzarse a la caza mayor, a por un jabato que era lo que había antes, tenían que descubrir el encame, juntarse ocho o diez, ir con burros y mulos para poder traerse la pieza. Un enorme éxito que corría de boca en boca por todo el pueblo.
En el último cuarto del siglo XX se dejó de sembrar y se abandonaron los campos. El jabato encontró espacio y amparo. Se inició una repoblación animal de ciervos y venados. Tanta protección se les dio que las cabañas se extendieron por todas partes. Ocasionaban accidentes de tráfico al cruzar las carreteras, se comían los brotes tiernos de las plantaciones de árboles, arruinaban la caza menor… Las asociaciones de monteros proliferaron por todas partes y se articuló una estructura perfectamente organizada para tener reunidos socialmente a sus miembros del club durante todo el año. Se crearon reservas para cuidar y alimentar los animales en los meses de verano y, en general, se vislumbró una alternativa de obtener algún rendimiento al campo, revitalizar el ámbito rural y así se fue montando un negocio de repercusiones económicas imparables. Puestos de trabajo, hoteles rurales, fincas destinadas a la cinegética, puestos que cuestan un pastizal, mataderos de carne de caza, licencias de armas, seguros, rehalas…
En estas monterías de cada fin de semana delimitan 500 hectáreas, se establecen los puestos a los que los animales serán conducidos por las rehalas y rifles de precisión con miras telescópicas se encargan de que no quede un animal vivo en la mancha. Luego, al mediodía, comida, guitarra y bebida.
La caza, en conjunto, para mucha gente, es una pasión. Hay quien vive todo el año esperando el momento en el que se abre la veda. Para la caza mayor, este año, el próximo fin de semana.
Muchos de los valores tradicionales que encierra la caza, se pueden entresacar de estos hermosos Fandangos de Cacería de Manuel Pareja Obregón. Escúchalos.