No llegué a verlas pero las sentí en las profundidades del barranco que se adivinaba al fondo, oculto en la espesa y rebosante vegetación. Allí abajo estarían, supongo, envueltas en la maleza y el rugir del agua que se intuía saltaba con furia de piedra en piedra.
A medida que avanzábamos por el tortuoso y empinado camino -en partes excavado en la roca y siempre asomando a impetuosos cortes del terreno-, el desfiladero iba perfilando un entorno mágico; paisajes de ensueño que se enredan en los ojos y penetran en los sentidos, envolviéndolo todo. Inducen a sensaciones que consiguen aislarte del mundo cotidiano y atarte a las entrañas de la autenticidad, de lo puro. Sin darte cuenta, te sobreviene una paz profunda, esencia de ese aparente desorden que allí conforma cielo, tierra, vegetación, agua, colores, olores y el placentero silencio de su ruido. Que no es desorden, sino orden natural del que cada vez nos alejamos más.
En Asturias a la Naturaleza, se le fue la mano.
Pues ahí viven ellas, ese encantado entorno es el refugio y hogar de las Xanas.
Cuando llegamos arriba y barranco y camino se cruzan, me acerqué al arroyo y sentí la pureza del agua en mis manos. Luego pensé que por allí saldrían ellas, las ninfas de agua dulce. Me contaron, leí o inventé, que eran seres de pequeña estatura y singular belleza, que habitan en cuevas, fuentes y barrancos. Hermosos personajes de la Mitología Asturiana que, durante todo el año, se dedican a tejer, con ovillos de hilo de plata y oro, telas que regalan a los pastores la noche de San Juan, cuando por unas horas rompen su encantamiento y fundiéndose con las gentes de las montañas, cantan y bailan danzas ancestrales. Pura magia que atrae y envuelve.
Sentado sobre una piedra, al borde del camino, el entorno te permite tirar al barranco la mochila de los pesares, liberarte de la sobrecarga oscura, negra, que todos portamos. Ellas, las Xanas, se encargan de transformarlas en aire puro. Allí, las emociones, los pensamientos y los sentimientos se transforman en alegres avatares de luz y color, invitándote al reencuentro con los pliegues olvidados del alma. Serenidad. Firmeza. Sosiego. Paz.
Luego, ligero de equipaje, tras atravesar todo el desfiladero que discurre por el barranco de las Xanas o Viescas y llegar arriba, a Pedroveya, otro encanto aguarda: una excepcional comida (pote de berza, fabes, compango, cabrito, ternera, todo bien regado, y postres hechos a fuego lento), y la mejor compañía. María José, Paco, Concha, Julio, Félix: gracias. Inolvidable. Para repetir quince o veinte veces. Y os advierto, amenazamos con volver.