La gata grande, la que mis nietas nombran como Misina, que ahora contonea la barriga armonizando los movimientos para no molestar la vida que engendra fruto de aquellas garzonías del mes de enero en las que traía de calle a todos los gatos del entorno, me conoce bien.
Dócil, tierna y solícita, pero obstinada defensora de su territorio, sabe cuando puede estar a mi lado y en qué momentos desaparecer. Especialmente, cuando trabajo la tierra -sembrando, cuidando o recogiendo habas, ajos, cebollas, patatas, tomates o lo que corresponda- permanece cerca, como velando mi quehacer, atenta pero despreocupada.
Vigía permanente de cuanto acontece, hace tiempo que dejó de fijarse en los nerviosos mirlos. Son comida imposible. Las palomas que anidan en el ciprés, son otro cantar: torpes y confiadas se presumen asequibles. De cuando en cuando y sobre todo si falta comida, aparecen las plumas de una de ellas. Hubo banquete.
Las niñas le tienen cariño. La llaman con golpecitos sobre el poste que sujeta la barandilla de la entrada y, obediente y sumisa, se sube con porte majestuoso consiguiendo el aplauso y la alegría de ellas. Luego reclama caricias y, al final, algo de comida.
Por estos días le cuesta subirse. No sé cuantas parirá ahora pero, cuando las tenga, sus crías harán las delicias de todos. Darán vida al jardín, adornarán la primavera y serán el entretenimiento de las niñas, cuando los pequeños correteen por el patio jugando con todo lo que se mueva y ponga a su alcance.
No quiero aburrirte, pero siento la necesidad de desmenuzar el origen de esta historia gatuna. Comenzó hace unos veinticinco años. Una mañana apareció en casa un pequeño gato que mis hijos -por fortuna- se empeñaron en quedarse. Un animal único, que siempre recordaremos con cariño y ternura. Un delicia de nombre Tigre. Desde entonces siempre hubo gatos, algunas veces más de la cuenta, pero ninguno comparable a la dulzura de Tigre.
Entre sus muchos recuerdos me asoma ahora el momento en el que permaneció con inofensiva quietud mientras mi hijo le abría la boca y extraía una espina de pescado que tenía clavada entre sus dientes. Se dejó hacer con absoluta confianza, sabedor que jamás se le haría nada dañino.
Esta fotografía, aún permanece en el tablón de corcho de la habitación de mi hijo.
Hoy, la música, no podía ser otra: Dúo humorístico de dos gatos, conocida popularmente como Dúo de los gatos, atribuida a Rossini (1792-1868), pero que en realidad es una compilación que incorpora pasajes de su ópera Otello (1916). Una genialidad.