Atardecer del 25 de agosto de 2017. Playa de Rompeculos, una de las que componen ese paraíso llamado Mazagón.
Las olas se recrean con la arena de kilómetros de playa virgen. Vienen, dibujan el límite de la orilla, juegan arrastrando conchas acá y allá, destruyen murallas de fortalezas construidas por palas de colores y cubos con moldes de almenas, refrescan pieles ya morenas, acarician cuerpos desnudos…
El sol –implacable hace unas horas, en su cenit- ha ido cambiando el vigor de sus rayos por un vestido de tonos rojizos que, con parsimonia y coqueteo, va colocando entre él y la línea marina del horizonte. Tras el mar y la playa, un telón de fondo que el tiempo –quizá 14 ó 15 mil años- ha modelado sobre sedimentos de arena; singulares acantilados con caprichosas ondulaciones y formas geométricas que rompen, a capricho, cárcavas. Uno intuye que alberga multitud de especies animales que esperan pacientemente que termine el verano y dejemos en paz su hábitat.
Una brisa llega del mar, coquetea con mi sombrero –otras veces se reviste de fuerza y lo arrastra- y sube acantilado arriba a encontrarse con la vegetación que se encarga de retener, con sus raíces, el frágil suelo: enebros, sabinas, aulagas, camarinas, pinos piñoneros…
En la arena hay multitud de pisadas de caminantes anónimos. Las olas van masajeando sus pies, humedeciéndolos y reblandeciendo la arena que cede lentamente hasta dejarse hundir. En los paseantes se aprecia una actitud de calma, serenidad, relajación… rostros afables, alejados de cualquier tipo de contaminación. Gozan del espectáculo y de la placidez del momento..
Un remanso de sosiego, de paz, muy alejado de aquel fuego que hace dos meses amenazaba con arrasarlo todo y convertirlo en un infierno. Hizo mucho daño, pero no como para destruir este paraíso. Menos mal.