En la escuela, señalando con un palo redondo y estirado sobre un Mapa Mundi desplegado en la pizarra, nos hablaban de cinco continentes: África, América, Asia, Europa y Oceanía. Ahora se estudia que son siete, porque América se divide en dos -del Sur y del Norte- y añaden la Antártida.
Al margen de las teorías del neerlandés Abel Tasman -que en 1642 decía haber descubierto una parte del octavo continente al que llamó Zealandia o Tasmantis-, hace menos de veinticinco años, en 1997, Charles Moore, un marino que vivía en California, volvía a casa desde Hawái tras participar en una regata y decidió seguir una nueva ruta.
Lo hizo por el llamado Giro Subtropical del Pacífico Norte, un enorme círculo oval que abarca todo el Pacífico compuesto por cuatro fuertes corrientes marinas que se desplazan entre las costas de Washington, México y Japón antes de volver al punto de partida.
Fue así como, siguiendo el nuevo itinerario, Moore llegó a una zona marítima de poco viento, escasez de peces y una masa perpetua de altas presiones, obligando a las corrientes a girar formando un vórtice lento en la dirección de las agujas del reloj, similar a como el agua se arremolina alrededor del desagüe de una bañera. En el centro de este «remolino» se sitúa una enorme masa de plásticos y residuos de todo tipo: botellas, tapones, envoltorios, fragmentos… una isla de basura flotante de dimensiones aproximadas a cuatro veces la superficie de la Península Ibérica. Se le conoce como el Octavo Continente.
Según los expertos, hay otras cinco islas de características semejantes.
Ya no sorprende encontrar restos de plástico en las tripas del pescado que consumimos, ni en las aves, ni ver animales atrapados en uno de nuestros iconos del progreso: el plástico.
¿Seguimos pensando que sus repercusiones medioambientales son un asunto ajeno? El cinco de junio es el Día Mundial del Medio Ambiente. Buen motivo para dedicarle hoy estas anotaciones. Pero no es cosa de un día, debemos preservar nuestro planeta todos los días. Nos va el futuro.