Entrada la mañana el sol se despereza, la humedad se diluye y la temperatura es agradable.
La vida, a veces, propone ofertas tan sugerentes cómo ponerte unos zapatos deportivos, el sombrero, las gafas de sol y, simplemente, salir a pasear siguiendo la estela que te marca el chupete del carrito que vas empujando.
Detrás del chupete, unos ojos como platos andan pendientes de todo; nada se les escapa. Luego, con el balanceo que ocasiona el irregular firme, se desata la batalla entre el sueño y resistirse a dormir. Se quita la chupa, le pongo la chupa, cierra los ojos, los abre de nuevo, se refriega los ojos, se quita la chupa, le pongo la chupa, lloriquea, se quita la chupa, le pongo la chupa, el ladrido de un perro la alerta, se tranquiliza, se lleva la gasa a la cara, se quita la chupa, le pongo la chupa, cierra los ojos… Al final, vence el sueño.
Le suelo cantar nanas. En alguna ocasión, la batalla contra el sueño es tan demoledora que recuerdo aquella de «las mujeres de la Sierra / cuando tienen un chiquillo / en vez de cantarle nanas / lo duermen con un ladrillo». Pero yo, que no soy del club del ladrillo, le canto:
Mi niña se va a dormir
porque tiene mucho sueño
un ojo lo va cerrando
y el otro lo tiene abierto.
Entonces el mundo se encoje, se reduce al interior del carrito y, yo, con humildad altanera, dichoso de su paz, sigo paseando tras la estela del chupete y concentrando todos mis sentidos en que nada perturbe su sueño.
Tan frágil como el cristal
es el sueño de mi nieta,
una mosquita que vuele
ya me la tiene despierta.
Y espero atento su despertar. Cuando abre los ojos se encuentra con una sonrisa en mi cara. Y ella se siente segura, me imita y brilla con esplendor el universo.
Mi niña se ha despertado
tiene los ojos abiertos
y una sonrisa en la cara
que ilumina el firmamento.
Estos, son de los momentos más parecidos a la felicidad plena.