Mientras veo alejarse la Casa Dirección por el espejo retrovisor, enciendo el intermitente para incorporarme a la Nacional 435, rumbo norte. Aunque estamos en fechas de mucho movimiento, a esta hora apenas hay tráfico. Voy despacio. Cada vez saboreo más los encantos del recorrido.
Dejo atrás el cruce del Buitrón, El Pozuelo, el de Berrocal, Zalamea la Real… Cuando paso Traslasierra y empiezo a bajar la cuesta del Odiel -atento a las vistas de las huellas mineras de Riotinto y Corteconcepción- ya se percibe un paisaje diferente. Se remarca más cuando pasa el cruce del Patrás y bajas hasta los llanos de Almonaster, a la altura de la salida a la ermita de Santa Eulalia. Aquí ya, uno empieza a sentirse en La Sierra.
Tras el cruce de Santa Ana y atravesar Aguafría, el verde de los castaños, el plateado de los chopos y las mil tonalidades que ofrece la vegetación y el paisaje, van amoldando los sentidos al latir serrano. El remate llega cuando paso el cruce de Castaño de Robledo y encaro Jabugo. Aquí, todo huele y sabe diferente.
Galaroza, además de la frescura de La Sierra y la que le añade el Múrtiga, tiene un encanto especial. Vas bajando y lo ves allí como si hubieran colocado un hermoso cuadro en medio de todo. El contraste del blanco de la cal, el rojo viejo de los tejados y el ocre de sus edificios religiosos aportan la justa medida para resaltar el verde del entorno. ¿O es al revés? No sé. Galaroza tiene magia.
Y allí empiezan los encuentros con el Múrtiga, que aparece y desaparece entre montes y curvas. A su paso por La Nava me gusta recordar el paisaje de los chopos en otoño. No sé que colores mezclan cada año para conseguir esos tonos amarillos, que ahora lucen verdes frondosos del agua que toman del, en estos tiempos, escaso caudal que escoltan.
Y llega el cruce de la carretera a Encinasola. Aporta un aliciente a todos los que pasamos por allí: siempre tenemos en mente un especial recuerdo a nuestros gobernantes provinciales. Esas hermosas curvas, ese trazado manteniendo los antiguos caminos de herradura, ese firme que te traslada a otra época, el punto de recreación infantil, como si de un tiovivo se tratara, que dan los baches… ¿Cómo no acordarse de ellos, sentados en sus cómodos sillones, mientras uno se deleita con éstos encantos que te trasladan a cincuenta años atrás?
A lo largo del camino se desperezan recuerdos ligados a personas y lugares. Son lanzaderas con destino a otro tiempo que jamás volverá, pero que dejó su huella, fiel testimonio de que se vivió.
Cuando llego al Puerto el Olivo siento el peso del momento: dos curvas más adelante -la que está frente al Pilar Dallá- aparece el Fuerte de San Juan, las cansadas y ruinosas murallas de la torre del homenaje del castillo, la sobria figura de la iglesia, la empinada calle Rompeculos… Y la Buharda. Ya estoy en casa.
Esto no es Granada, pero igual que Miguel Ríos, vuelvo a mi hogar.