Allí estaba, dormido, aletargado, esperando. Cuatro años. Hasta que de nuevo llegó su momento y Esperanza, mi esposa, lo sacó cuidadosamente del cajón de la cómoda. Tras prepararlo con mimo y esmero, el traje estaba en condiciones de acoger, una vez más, el digno y majestuoso honor del acto para el que fue confeccionado: el Bautismo.
Por sí sola, esta prenda es una maravilla: una pieza de mediados del siglo XX, de esmerados bordados, filigranas y detalles realizados con esa paciencia que ya tanto escasea. Pero siendo esto importante, lo grandioso es que el vestido envolvió hacia la fe del Bautismo a Matilde, Esperanza, Celestino, Ángel Custodio, José María, Amelia, Luis Ángel, otra Esperanza, otro Ángel Custodio, Ana, Diana, hace cuatro años a Alba y, ahora, a una Esperanza más. Tres generaciones bautizadas con el mismo traje. Un elemento que une, da identidad, abona las raíces y fortalece a la familia. Algo tan importante en estos tiempos.
El día, ayer, discurrió con el gozo y felicidad que corresponde. Para enmarcar. En la intimidad familiar. Como debe ser.