En mi mesita de noche siempre hay un par de libros en los que me refugio cuando ando intranquilo. Por lo general consiguen apaciguar las tinieblas del alma y prepararme para el sueño.
Por fortuna esto ocurre muy de tarde en tarde. Pero yo sé que los libros están allí, reposando, esperando pacientemente a que, llegado el momento, me embelese en su lectura y templen el ánimo. Los abro por una página al azar, y leo. No creo que haya pastilla más reparadora. Eso hice la otra noche. Leí esto.
CXXVI: CARNAVAL.
¡Qué guapo está hoy Platero! Es lunes de Carnaval, y los niños, que se han disfrazado vistosamente de toreros, payaos y de majos, le han puesto el aparejo moruno, todo bordado, en rojo, verde, blanco y amarillo, de recargados arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van rodando paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y las máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las manos azules.
Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y, sueltos cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en medio de su coro bullanguero y, unidas por las manos, han girado alegremente en torno a él.
Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por doquiera. Pero, como es tan pequeño, las locas no le temen y siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Los chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda la plaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de coplas, de panderetas y de almireces.
Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro y viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no quiere nada con los Carnavales. No servimos para estas cosas…
Platero y yo. Juan Ramón Jiménez.