Pierdo la vista en un horizonte apacible y sereno. Un remanso de placidez en el que el alma se serena. No solo el aire es puro, también la luz, olores, sonidos y colores son naturales, auténticos. Sin adulterar.
Este paisaje habla. Aquí sentado, cortejado por una centenaria encina, veo a no más de quinientos metros una pared de piedra que marca la frontera. Y siento los latidos de la tierra y de árboles majestuosos que evocan mil historias. Puedo sentir cuanto se guerreó por estos campos, cuantas sementeras se sembraron y recogieron, cuanto sudor se derramó en cada palmo de terreno, cuantos contrabandistas cruzaron…
Cuando asoman las cuerdas
por La Contienda,
los conejos se esconden
las liebres tiemblan.
Me acaricia una brisa suave. Viene de allí donde se recoge el horizonte, del oeste, del otro lado de la frontera. El viento nunca estudió geografía y no entiende de países. Va, viene, cruza a un lado, a otro. Sin más. Como las aves, que nunca hicieron caso ni a carabineros ni guardiñas.
Estar aquí, contemplar la naturaleza sin prisa, me hace feliz. Esto no tiene precio. Sonrío internamente pensando que alguna ventaja tenía que tener compartir un trozo de la raya vaciada. Y, sin darme cuenta, me sorprendo cantando un fado…