210213_09 Cuaderno de notas. A la puerta de Doña Cuaresma.

¿Dónde andará Don Carnal / que le pilla la Cuaresma?

Ni ella es ya la misma / ni él conserva su sal:

anda una en menoscabo / y el otro sin verse el rabo.

El Carnaval viene de antiguo. Hay antecedentes que sitúan su origen en la Grecia Antigua, donde se hacían desfiles de barcos tripulados por personas disfrazadas que cantaban canciones satíricas, y luego pasó a la Roma Imperial con las saturnalias y el carrum naveli, fiestas que celebraban cada cinco de marzo como preámbulo a la temporada de navegación. Con el tiempo, se extendió por Europa y todas partes. 

Entre Roma, cuando era ombligo del mundo, y el emergente cristianismo, fueron conformando una fiesta que con origen y espíritu pagano se perpetuó como contrapeso de la Cuaresma. Roma se convirtió en el centro del Carnaval a la que después siguieron otras ciudades italianas como Venecia, Florencia, Milán o Nápoles. Luego se extendió a Francia, Alemania, Suiza…

En España los festejos carnavalescos tuvieron gran auge durante el periodo medieval en los territorios dominados por los musulmanes. Durante la Reconquista, a medida que el cristianismo avanzó, tuvo una consideración desigual.

Una referencia importante de su existencia se registra en el Libro de Buen Amor (1330). En él, el Arcipreste de Hita recoge la simbólica lucha que sostiene Don Carnal con Doña Cuaresma: el uno con sus huestes guerreras compuestas por toda clase de aves -animales de corral de sabrosas carnes-, y la otra respaldada por pescados y verduras. La batalla la gana en principio Doña Cuaresma el “miércoles corvillo”, pero tras cuarenta días de “prisión y penitencia”, don Carnal resurge y destierra a doña Cuaresma que

El Viernes de Indulgencias vistióse una esclavina,

gran sombrero redondo, mucha concha marina,

bordón lleno de imágenes, en él la palma fina,

esportilla y rosario, cual buena peregrina.  

Esta alegoría de la pluma del Arcipreste de Hita se refiere sólo a las prohibiciones de comida impuestas por la Iglesia durante la Cuaresma, aunque sin dar detalles sobre la fiesta carnavalesca. Pero da fe de su existencia y del posicionamiento enfrentado entre los goces del pueblo y las limitaciones religiosas.

Con el paso del tiempo se constata que en España ha sido una fiesta intermitente debido a sus reiteradas prohibiciones: Carlos I la prohibió; durante el reinado de Felipe IV fue permitida y tuvo gran auge; su hijo, Felipe V, volvió a desterrarla; Carlos III la autorizó y durante su reinado se introdujo la máscara y el disfraz, proveniente de Francia; Fernando VII no lo permitió por las calles, reduciéndolo al interior de las casas; la Reina María Cristina, durante su regencia, lo restituyó alcanzando gran majestuosidad y esplendor; Franco volvió a prohibirlo en 1937; y, actualmente, de la mano de la Democracia, se volvió a recuperar.

Como toda fiesta, cada estrato social lo vive de forma diferente. Para la sociedad burguesa y las clases pudientes, el Carnaval evolucionó hacia fastuosos bailes públicos y privados con elegantes disfraces, juegos amorosos y refinadas maneras.

Para las clases sociales bajas, derivó hacia un deambular callejero, ir de un lado a otro con la espontaneidad y marcha bullanguera propia de la fiesta, con desfiles callejeros acompañados normalmente por banda de música o personas que tocaban algún instrumento ruidoso.

El ocultamiento tras un disfraz, el circular libremente, la licencia de horarios y recrear públicamente críticas a la sociedad, políticos y autoridades, eran elementos suficientes para garantizar el éxito del Carnaval entre las clases populares.

Pero para unos y otros tenía el Carnaval elementos comunes que resultan determinantes para entender la profundidad de esta fiesta: su espíritu y el papel de la mujer.

Al margen del corpus, el antecedente matriz del carnaval, su espíritu, sus entrañas, es consustancial al hombre. Ahondando en su origen se constata su presencia en distintas culturas y geografías. Porque en el espíritu del Carnaval aparece el instinto que lleva al individuo a la desinhibición de la formalidad, a la libertad absoluta para el desvío, a la transgresión y promiscuidad, a romper el orden social. Pero, además, con la particularidad de compartir este privilegio individual con la gente que te rodea y convertirlo en una manifestación colectiva.

Para la mujer era la gran fiesta, la que le permitía sentirse libre, sin cadenas ni ataduras. Durante los días de carnaval abandonaban el segundo plano al que siempre han estado relegadas y acaparaban el protagonismo. Dejaban las labores, diseñaban su disfraz, confeccionaban sus trajes para estar guapas y lucirse hermosas. Una coplilla de Aldeacentenera (Cáceres) dice:

Ya salen las casaditas, / ya salen de sus rincones;

ocultas tras el disfraz / a robar los corazones.

Diversión sin límite que Mariano José de Larra, en un artículo de 1833 dedicado al Carnaval, relata así: “(…) Algunas madres, sí, buscaban a sus hijas, y algunos maridos a sus mujeres; pero ni una sola hija buscaba a su madre, ni una sola mujer a su marido.” 

 

El Carnaval, en definitiva, se trata de una fiesta que por su arraigo popular, por contar con la activa participación de las clases sociales menos favorecidas, por la carencia de reglamentación y sus características de espontaneidad y bullicio, se ha visto sometido a continuas agresiones por parte de los gobernantes, porque era una de las manifestaciones populares que mejor reflejaba la situación social y política de cada momento.

De ahí que unos gobernantes lo entendieron como una forma de reforzar el orden establecido y otros como una reivindicación colectiva capaz de generar cambios radicales en la sociedad. Los primeros lo vieron como una válvula de seguridad, una forma de canalizar los conflictos sociales haciendo creer a las clases bajas que estaban liberadas -siquiera por unos días-, y lo permitieron; los segundos, lo visualizaron como una ocasión para el inicio de motines y sublevaciones, una oportunidad para el reagrupamiento de los desheredados, una amenaza, y lo prohibieron.

Con el tiempo, el Carnaval ha vagado deteriorándose de siglo en siglo; unos con la prohibición y otros normalizándolo con reglas -a fin de cuentas, limitaciones-, que han quemando sus entrañas y ahora ya don Carnal se presenta irreconocible.

Manuel Garrido Palacios lo retrata así: “Esto de hoy –no digamos lo de mañana- parece responder a una canción recogida no sé donde, eco suelto del viejo Carnaval que vagaba errante de siglo en siglo:

¿Qué habrá sido de mi fuego

que por más que muevo el ascua

sólo cenizas encuentro?”