Ellos no tienen nada que ver con que el día haya amanecido gris, lluvioso y propicio al ensimis-mamiento. Como cada mañana, estaban desayunando las pocas aceitunas que aún le quedan al olivo, mientras interpretaban el diario concierto, único e irrepetible, con el que me complacen cada mañana cuando levanto la persiana de la cocina.
Ya te he hablado en otras ocasiones de la pareja de mirlos de mi jardín. Este año son más. He llegado a contar hasta ocho ejemplares picoteando en las ramas del olivo. No han ocupado el nido del año pasado, ahora anidan en las altas palmeras del vecino. Pero siguen teniendo el jardín como territorio propio. Van y vienen, jugueteando por todas partes.
El día ha salido como esos de invierno que recuerdo de mi niñez y ya pocas veces se dan: lluvia mansa de la que mantiene entretenida a las canales, fondo verde difuminado por la lluvia, cielo gris apacible… Armonía invernal.
He encendido la candela. Sin prisa y, luego, he coqueteado con las llamas. Aquí sentado, pareciera que el mundo anda en paz. Y no es así. Pero yo, hoy, he decidido buscar mi paz.
He dudado qué música escuchar y a qué lectura entregarme. Nada más entrar en la biblioteca he sentido la noble sonrisa de Machado. Sus cantares y poemas forman parte de mi equipaje.
Me he sentado frente a la candela y me he dejado llevar.
No era fácil seleccionar la música ¿Qué puede mejorar la melodía de la lluvia? A pesar de ello, de fondo sonaba el LP que Serrat dedicó a Machado.
¡Ah! Y hemos temado una decisión importante: hoy comeremos migas. Con todos sus apaños.