Una suave brisa refresca el atardecer. La marea está baja y por estas inmensas playas de Mazagón la gente pasea con reposada serenidad. Las olas, suaves, juegan a conquistar la arena mientras voltean conchas que llegaron de algún lugar remoto, después de atesorar en sus pliegues -en otros tiempos- historias de piratas, coqueteos con animales marinos, impetuosas borrascas, calmas marinas…
En el apacible paseo, el agua acarician mis pies mientras un pequeño velero se va difuminando en el horizonte. Al fondo, la Torre del Loro sigue coleccionando envites del mar que, con los siglos, han estropeado su maquillaje, resquebrajado su robustez y ultrajado su altivez.
En el horizonte, una tímida y solitaria mancha aspirante a nube, juega a enrojecerse, caprichosa y coqueta, con las caricias de los últimos rayos de sol.
Y yo, en un ataque de calma, dejo que mi mente navegue por los confines del sosiego, allá donde se entremezclan paz interior, felicidad y ternura.
El vuelo de unas gaviotas que huyen amenazadas por las carreras de un grupo de niños que corre tras ellas, pretendiendo no sé si atraparlas o que con su amenaza rompan el aire, me interrumpen. Y aunque en mi niñez no hubo gaviotas, empiezo a tararear…