Sería por el entorno de los años setenta del siglo pasado. No hace tanto tiempo. ¿Te acuerdas o aún no habías nacido?
Entonces la vida era de otra forma. Las instituciones, la autoridad, la sanidad, la escuela, los trabajos, las relaciones laborales, las normas sociales, las fiestas, los juegos infantiles, la comida… todo era distinto. No pretendo compararlo. Solo digo diferente.
Por la tarde, salíamos a la calle. No había juguetes sofisticados, solo artesanales -pingola, repión, bolindres, latillas, alguna pelota…-, muchos más niños y un hervidero de imaginación. Mil juegos sin que de por medio hubiera pantallas. Te deba el aire -entonces puro, ahora menos- en la cara y te mojaba el agua si llovía. Todo era más simple. Más natural.
Con los sabores, pasaba igual. Menos refinados, más auténticos. No sé, quizá más verdaderos.
Hay escribo esto porque ayer recordé el sabor del pan con aceite y azúcar. Luego, como encerrados en un armario que rara vez se abre pero que los guarda y mantiene intactos, han ido apareciendo otros. El de las rebanás, los guisos hechos en la candela a fuego lento, las «sopas hervidas», la sapidez y textura del pan, el dulzor de la leche en polvo que nos daban en la escuela, el sabor unos huevos fritos de aquellos, los gazpachos majados, las papas fritas con tomate… ¿No las has probado nunca?
Era comida propia de julio, cuando ya estaban asentadas las papas -que se sacaron a finales de mayo o principios de junio y se extendieron en el doblado- y las tomateras empezaban a dar su fruto. Tenían la sencillez de los sabores genuinos y un colorido… Se cantaba en Encinasola:
Desde que llegó la moda
de los vestidos granates
todas las niñas parecen
papas fritas con tomate.
Aquella cocina, sus sabores y todo lo que le rodeaba, quedaron enredados en el paladar del corazón.